O-KAERI NASAI

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jueves, 22 de julio de 2010

RAN. Capítulo XXXI. "KAMINARI" 雷. El Sonido del Trueno.



Hatsukoi ya
Tôrô ni yosuru
Kao to kao

Primer amor
Se arriman al farol
Cara con cara

Doblan su tallo
Los capullos marchitos
bajo la nieve

Kotori




La espada iba y venía sobre su cabeza, bajando cada vez más hasta llegar a pocos centímetros de su cuello. El sudor resbalaba por sus sienes sintiendo la muerte cada vez más cerca, un poco más. Estiró el cuello y se echó hacia atrás para impedir que el filo mortal lo alcanzara en un esfuerzo que sabía inútil de antemano. El samurái, cabalgando en un caballo negro reía y asentía dejando que la espada siguiera su camino. Buscó ayuda y vió a un samurái sobre un caballo blanco. Lo miró suplicante...pero también reía ante su suerte...
Kasumi despertó con el retumbar del sonido del trueno, angustiado, sudoroso y con un temblor que provocaba el tic nervioso en su boca,  incapaz de controlarlo. Sintió miedo, mucho miedo, como si el futuro viniera a su encuentro en forma de dos figuras, una negra y otra blanca, como en el juego del Go. Se sintió acorralado, en situación de Kô* y su mente se quedó en blanco sin saber cuál sería su siguiente jugada. Optó por lo más fácil para un cobarde que no sabe enfrentarse a su destino: la huída.

Ashikaga dio la orden de ataque. Los soldados corrieron hacia la estancia con las armas enarboladas, agitándolas en el aire. Sus gritos de guerra se confundieron con el sonido del trueno, Kaminari se convirtió en su aliado. Puertas y ventanas fueron abatidas destrozando todo cuanto se hallaba a un paso de su objetivo. Los hombres de Kasumi apenas opusieron resistencia debido a los excesos de la noche. Aún así, un par de traidores salieron al paso de Nakamura y Taro ofreciendo resistencia. No aguantaron mucho tiempo ante la furia de los generales y sus espadas.
Los hombres fueron reducidos y maniatados, conducidos al establo para asegurarse de que ninguno escaparía antes de ser llevados a palacio y juzgados. Pero...Kasumi no se encontraba entre ellos, malditos fueran, no se hallaba ahí, sino que había huído como el cobarde que era. Nakamura apretó el puño alrededor de su sable hasta que clavó el grabado de la tsuba en la palma de su mano. Perseguiría a ese mal nacido hasta los confines del mundo, incluso aunque ello le costara la vida...¡por todos los dioses!. Y ese aroma...¿de dónde proviene?. Nakamura dio un salto hacia atrás en mitad de sus pensamientos, cuando un olor intenso a rosas le provocó una sacudida en el corazón. La voz que siguió al impacto en su sentido olfativo le arrancó unas enormes ganas de llorar.
-¿Quién es usted y qué ha pasado aquí?.-Bara bajaba corriendo las escaleras, aún recuperándose del sueño y asustada por los ruidos que amenazaban con echar la casa abajo.
Nakamura la miró, se atrevió a hacerlo, y el rostro de la mujer aún era más hermoso que el recuerdo que había conservado en sus sueños. No lo reconocía, por supuesto, ¿por qué iba a hacerlo? Siempre fue tan insignificante para ella, La Rosa de Kyoto...su rosa.
-Señora, no temáis, pero debéis acompañarme.
Bara entrecerró los ojos. Esa voz le era conocida y ese rostro, le provocaba escalofríos. Su mente intentaba abrirse paso en el pasado y buscar el orígen de aquel sonido que salía de la garganta del samurái que estaba frente a ella...apuesto, fuerte como un oso, con unos ojos rasgados como el filo de la katana que sostenía fuertemente en su puño. Bara estaba aturdida y sus piernas empezaron a temblar, al mismo tiempo que su corazón estallaba en una emoción desconocida. Se sentía poderosamente atraída hacia ese misterioso soldado. Se ruborizó como si fuera una adolescente y bajó la mirada ante el escrutinio de los ojos negros que parecían querer devorarla. Suspiró y se armó de valor para preguntar:
-¿A..a...acompañaros, a...dónde?
Nakamura se acercó a la mujer y se atrevió a alzarle la barbilla con su mano temblorosa.
-A mi mundo, Señora,....a mi mundo.









Taro abrió la puerta de los establos y encontró a Takeshi arreglándose los calzones y a Hanako ruborizada como si hubiera estado dos días tomando el sol. Sonrió y se encogió de hombros. Volvió a cerrar y se dirigió a Ashikaga.
-Estooo, excelencia...¿qué os parece si entro yo primero a inspeccionar el lugar antes de dejar a nuestros enemigos aquí? No fuera que encontraran algún arma y...bien, no deseamos que escapen, ¿cierto?.
Ashikaga lo miró con ojos entrecerrados y gruñó, asintiendo con la cabeza. Taro puso los ojos en blanco y agradeció a los dioses que el shogún no hubiera deseado saber más sobre su conducta. Entró de nuevo y susurró a Takeshi:
-¡Hermano!, ¿se puede saber qué hacéis aquí?. Nuestro Señor está ahí fuera esperando dejar a los prisioneros a buen recaudo.
-No preguntes, Taro, mejor no preguntes. Dí a Ashikaga que nos adelantamos para inspeccionar el lugar.
-No se lo va a creer.
-No, pero fingirá que sí. Házlo, amigo mío.

Bara se sentía como una niña, acorralada en un juego de adultos, indefensa pero extrañamente feliz. Acompañó al soldado que  tanto la inquietaba al exterior y un caballo blanco lo esperaba. Un samurái...sobre un caballo blanco...recogía la rosa y le arrancaba las espinas...Sacudió la cabeza para desprenderse del sueño pero no podía, estaba ahí, frente a ella. Dos niños jugando...Nakamura...
-¡Eres tú!...Nakamura, mi amigo.-La Rosa tenía la boca abierta por el asombro.
-Así es, querida, veo que por fin me reconoces.
-Yo...estoy...yo...Nakamura...-pronunció su nombre en un suspiro y el general sonrió.
-Te dije una vez, Rosa de Kyoto, que algún día te ganaría en el juego de la vida. Y ese día ha llegado. De un salto, apoyándose en el estribo, Nakamura se alzó sobre Masshiroi y se dejó caer en la silla. Le tendió la mano para invitarla a subir a su caballo . Bara aceptó y se acopló a la montura y al jinete, pegando sus pechos a la espalda del soldado. La satisfacción y la felicidad asomaron a los labios del general. Apremió al caballo a iniciar la marcha y Masshiroi piafó agitando la cabeza, sabiendo que las cosas de su dueño por fin encontraban su camino, el camino que se inició veinte años atrás.

Hoshi se adentró en los establos y alcanzó a ver a Hanako entre los montones de paja que rodeaban a los animales. Corrió a su encuentro y la abrazó con fuerza.
-Mi Flor, estás bien, estás bien, estás...
-Si Hoshi, sí,-no podía dejar de reír ante el ímpetu de la sirvienta, de su amiga.-me estás estrujando, querida.
-Ohh! mi Señora, pero si soy sincera debo decir que no lo siento en absoluto.
Las dos mujeres rieron con ganas y se volvieron a abrazar, deseosas de liberarse de las tensiones de los últimos días. Mientras la Flor y la Estrella se ponían al día sobre los acontecimientos vividos, Taro y Takeshi ayudaban a los hombres de Ashikaga a trasladar a los prisioneros y asegurarlos para que no pudieran huir. El Shogún preguntó por Nakamura y nadie supo darle respuesta alguna. Una leve sonrisa apareció en el rostro del gobernador del Imperio...su general había ido en busca de su destino. Bien por él.

Masshiroi se detuvo ante la orden de su dueño y resopló varias veces, agitado, sintiendo los dos cuerpos que abrazaban sus flancos. Se mantuvo quieto mientras desmontaban, primero Nakamura, después Bara, pegándose al cuerpo del general. Frente a frente se miraron con expectación. Les costaba respirar, sentían un fuego intenso que les quemaba el alma. Los corazones eran un solo animal furioso, galopando al compás del trepidante sonido del trueno en la distancia. Bara comprendió entonces...un samurái sobre un caballo negro al que había herido con sus espinas...Takeshi; un samurái sobre un caballo blanco que recogía a la rosa moribunda...Nakamura...siempre Nakamura. Su amor por Takeshi no fue más que un espejismo de su absurda ambición, por eso lo abandonó buscando algo más, por ello se unió al clan Hosokawa. Toda su vida no había sido más que un error y una huída de su verdadero destino. El niño al que ella ganaba en el juego del Go había regresado para ganarla en el juego de la vida. Y no supo hacer otra cosa más que rendirse.
Nakamura la atrajo hacia su boca. Pero quiso mirarla primero a los ojos, descubriendo una luna en ellos, promesas de noches sin fin. Se quitó el casco protector y acercó sus labios a su frente. Su pelo negro y largo cubrió el rostro de la mujer acariciando sus mejillas. Bara se estremeció al recordar cómo tiraba de esos negros cabellos cuando eran niños. Lágrimas de ternura escaparon de sus ojos y se mezclaron con los mechones del samurái, con sus labios, que habían comenzado a acariciar su boca.
-Nakamura...yo...te...a...
-Silencio, mi rosa, cállate, no digas nada, te lo ruego, no ahora.
La acarició largamente, atrapando su cintura, cubriéndola con sus manos, abarcando todas sus curvas, sus rincones de mujer largamente deseada. Bara deslizó sus brazos alrededor del cuello del soldado gimiendo contra su boca, apartando como podía su pesada armadura. Nakamura suspiraba contra su cuello, ayudándola en su intento de despojarlo de sus ropas. Por cada centímetro que quedaba al descubierto, las manos exploraban más audazmente, más atrevidas, la confianza hacía que sus cuerpos se fueran fundiendo en uno solo, que se tocaran hasta donde nadie se había atrevido a tocar jamás. El kimono de Bara desapareció sin apenas darse cuenta y sintió cómo el hombre la besaba en el cuello, en sus pechos, su ombligo, dejando un rastro de fuego que apenas podía soportar. Sus labios llegaron hasta su profunda intimidad, hasta el centro de su placer, y Bara se arqueó ofreciendo sus pechos a la luna, sintiendo cómo también se los besaba y acariciaba con su reflejo plateado. El samurái la alzó entre sus brazos y la recostó sobre la fría yerba. La acarició de arriba a abajo, atrapando con su mano la suave humedad entre sus muslos, se acomodó entre ellos y la poseyó como una fiera salvaje, con todo el amor que sentía por ella desde que era tan solo un niño que se dejaba ganar en aquellas maravillosas partidas de Go. Con un rugido descargó en ella todo su ser y dio gracias a la luna que los cobijaba. Si los dioses lo tuvieran a bien, aquél sería un buen momento para morir.
El trueno volvió a sonar en la distancia.



KAMINARI 雷 : Trueno.
*KÔ : Infinitud. Situación en el juego del Go en la que si un jugador captura una piedra en situación de kō, el otro jugador no puede recapturar inmediatamente. Ha de hacer otra jugada antes de recapturar.
TSUBA : Empuñadura de la katana, normalmente lleva grabados y dibujos tradicionales.


Haikus:
Tan Taigi (1709-1771). Traducción de Antonio Cabezas.
"Doblan su tallo". Mercedes Pérez Collado -Kotori-. El Reflejo de Uzume.

Este relato es propiedad de su autora y está protegido.

miércoles, 21 de julio de 2010

RAN. Capítulo XXX. "SHIPPÛ" 疾風. La Fuerza del Huracán.



Aki no yo ya
Himon hitô no
Ki no yowai

Noche de otoño
Me pregunto y respondo
Débil de alma

Bajo el volcán
El bosque reverdece
Las piedras negras

Kotori






La lluvia continuaba cayendo con una fuerza inusitada, como si las gotas de agua pretendieran excavar un agujero en la tierra húmeda para llegar al lejano punto de las antípodas, el extremo opuesto del planeta, creando un túnel entre este punto en el que se lanzaban con violencia y el punto en el cual emergerían de nuevo como un arroyo silencioso. El Shogún Ashikaga vio el momento propicio para entrar en La Estancia de las Mil Rosas y sorprender a los traidores; desplegó a sus hombres en abanico alrededor de la casa y los instó a que estuvieran alerta ante su próxima orden. No deseaba hombres muertos, todos, sin excepción, debían ser capturados vivos para hacer justicia. No deseaba una muerte rápida para ellos, no. Debían ser obligados a confesar sus crímenes y a cometer seppuku, la única salida honorable para un soldado que dejó de serlo para convertirse en un traidor a su pueblo.
Miró a Nakamura, su fiel general, y no se le escapó el brillo que lucían sus fieros ojos. Sabía que ese era un momento importante, una encrucijada vital en la vida de su amigo y subordinado. Nakamura le devolvió la mirada y sonrió de una forma triste, como si hubieran hablado con sus mentes y supieran lo que pensaba el otro. El general inclinó la cabeza en señal de respeto ante su Señor, y Ashikaga le devolvió la misma inclinación en señal de reconocimiento a su lealtad.
Los hombres desenfundaron sus armas y se dispusieron a esperar...

Taro se unió a los hombres del Shogún y preparó su katana. Despertó a Shippû de su letargo y observó el filo cortante absorver la poca luz del sol que asomaba entre los negros nubarrones. Poderosa y protectora, letal e invencible, sintió la vibración que partía de la espada y que lo llamaba a unirse a ella. Taro era el cuerpo, Shippû el alma, dos en uno y un solo soldado, un único samurái en el que se fundían carne y sangre, acero y fuego, juntos para morir luchando. Hoshi observó el ritual de comunión entre el general y su sable y sintió una punzada de celos, una sensación de quedar al margen en el instante en que Taro se unía a la espada y a la batalla. Se arrodilló en el suelo embarrado y, bajo la lluvia atronadora, pidió, rogó a los cielos que su amado volviera; rezó a los Kami para que tuviera una buena muerte si ese era su destino; y...habló a su rival en voz alta:
-Noble dama, tú que fuiste forjada en fuego, tú que viviste una unión de acero sobre acero...protege a Taro, sé su sombra, su aliada, su compañera. Mantenlo a salvo y haz que vuelva a mi lado. Y si no fuera así, ruego por que tu belleza sea lo último que yo vea también al abandonar este mundo.
El asombro se asomaba a los ojos del veterano soldado. Conmovido, la alzó del suelo y restregó su nariz con la de la estrella, para depositar después un suave beso en sus labios.
-Hoshi, Hoshi, mírame...-la mujer alzó la cabeza con ojos llorosos-. Dime que no cometerás Jigai, por el amor de los dioses, dímelo.
-Y...¿qué haría yo sin tí si algo te ocurrierra?. Yo...no podría seguir viviendo, yo, no...
-Shhhhh, -susurró Taro contra su frente.- Calla, calla, por favor mujer, calla. Nada va a pasar y yo volveré, lo siento, Shippû así me lo ha transmitido. Quédate tranquila o no podré luchar, no como un samurái debe hacerlo.
Hoshi se secó las lágrimas con un manotazo de las mangas de su kimono, sonrió a medias y se abrazó al pecho del soldado.
-Como no vuelvas, Taro, como te maten y no vuelvas...te juro que yo te mato otra vez.
-Este es mi pequeño volcán, -Taro sonreía-, éste y no Fujisan.
Y la abrazó con fuerza.

Hanako buscaba afanosamente entre las herramientas desperdigadas por el establo, buscando algún instrumento cortante que pudiera liberar a Takeshi de sus ataduras. Revolvió la paja, miró en todos los rincones. Por fin, vislumbró el filo de una especie de sable corto, parecido a un tantô, escondido bajo el vientre de un potrillo que descansaba junto a su madre. Se acercó cautelosa y desplegó una oración para que los animales no la cocearan en su intento de obtener el arma. Deslizó una de sus manos por debajo del animal, susurrándole palabras tranquilizadoras, mientras no perdía de vista a la madre que la miraba con ojos hostiles. Alcanzó a duras penas a tocar la empuñadura y comenzó a escarbar sintiendo cómo resbalaba entre sus pequeños dedos. Lanzó una maldición al aire y se dijo que debía concentrarse. Cerró los ojos y pensó que su mano se alargaba, se estiraba y  llegaba, podía atrapar ese mango tosco y grueso. Sonrió sintiendo su volumen atrapando la palma de su mano...estiró y sintió el aire reververar al tiempo que esquivaba un mordisco fiero que la yegua le lanzaba. Cayó hacia atrás y dio una voltereta entre la paja. Se levantó medio mareada y escuchó una risilla que provenía de Takeshi. Lo que faltaba, después de caer de una distancia considerable, magullarse el culo y arriesgar su físico ante un mordisco animal para poder liberarlo, además, ese cretino al que quería más que a nada en el mundo...¡se reía de ella!. Pues se iba a enterar de una cosa que no sabía: La Flor de Oriente también podía tener espinas.




Bara continuaba en estado letárgico, medio adormilada, continuaba dándole vueltas al sueño inquieto que había experimentado, y a la imagen de los dos niños jugando. Uno de ellos era ella, de eso estaba muy segura, pero el niño... Nakamura...recordaba su nombre y su rostro pero de lo que no estaba segura era por qué el recuerdo de aquel pequeño le provocaba una punzada en el corazón, si apenas lo había recordado, hasta este instante. ¿Por qué?, se preguntaba una y otra vez. ¿Qué diablos tiene que ver conmigo?. En su memoria se hicieron visibles los recuerdos de una complicidad inocente, una amistad que duró muchos años, antes de que ella pusiera en marcha sus ambiciosos planes, antes de que se enamorara de Takeshi y lo abandonara para unirse al clan Hosokawa. Pero Nakamura siempre estuvo allí, a su lado, en las sombras de su inconsciencia, esperando, esperando...¿a qué?, ¿y cuándo?, se preguntaba la Rosa, dejándose abrazar de nuevo por el sueño que invitaba a olvidar.

Las ataduras estaban firmemente apretadas y el viejo sable apenas podía cortarlas debido a su estado de oxidación. Hanako volvió a maldecir, aún a sabiendas de que le esperaba un rincón en el infierno, apartada de los dioses de su familia por tantas maldiciones que últimamente salían de su boca. Takeshi sentía por fin un respiro en sus doloridos músculos y giró la cabeza en un ángulo imposible para atrapar en sus ojos el rostro de la mujer amada. Hanako dio un respingo al percibir su ardiente mirada, desvió la vista y continuó trabajando para soltarlo. Por fin su trabajo dio resultado, una de las cuerdas cedió y una mano poderosa se apoderó de su nuca y la atrajo hacia los labios del soldado.
-Mi flor, estás aquí, mi bella flor.-Takeshi reía con esfuerzo.
-Mi señor, soltádme, soy la concubina del Shogún y vuestras manos no deben tocar ninguna parte de mí.
Takeshi sonrió tristemente. Bien, comprendía la actitud de la mujer. No había sido muy considerado con ella desde que entraron por la puerta grande en La Estancia de las Mil Rosas. La había humillado ante Bara, sí, pero sólo quería protegerla...de su ira y de sus celos si llegara a imaginar lo que la Flor significaba para él. Lo que no sabía era cómo iba a recuperarla ahora, en este momento, teniéndola allí en ese lugar solitario.
-Hanako, ven, ven junto a mí, abrázame.
-Soy la concubina de nuestro Señor Ashikaga. No me pidáis tal cosa, pues nada puedo ofreceros.
-Hanako, por los Kami, soy yo, Takeshi. Nos hemos amado y nos amamos aún. Ten compasión, hay cosas que no comprendes.
-Cosas que no me han sido reveladas, cosas que me han sorprendido y conmocionado.
-Cierto, mi Flor, pero déjame que...
Hanako estalló en un arranque de furia, celos y tristeza.
-¿Y quién te crees que soy?. ¡Maldito soldado!. ¿Crees que soy una más de tus conquistas?. Te dí mi corazón y sólo lo has pisoteado y estrujado hasta no quedar ni el polvo para devolverlo a la tierra. ¡Maldito seas, tú y Bara!.
Takeshi se acercó lentamente a Hanako, una vez liberado de sus ataduras. Le dolía todo el cuerpo, pero aún más le dolía el corazón por las palabras de la concubina.
-Escucha, Hanako...
-¡No escucharé nada que venga de tí!, ¿lo entiendes?, ¡nada!.
Hanako intentaba alejarse pero Takeshi la agarró del brazo, la obligó a dar la vuelta hasta quedar de frente a él y la tomó por la cintura, apretándola a su cuerpo. Atrapó sus labios con furia y la besó salvajemente. Después de saborearla, apartó sus labios de los de ella y le susurró al oído.
-No me conoces, Hanako, realmente no me conoces si dudas de mí.
La concubina lo miró a los ojos y le susurró a su vez:
-Pues déjame conocerte, mi señor, háblame de tí y así podré comprender.
Takeshi le habló al oído, le contó su pasado, su presente era compartido, y le comunicó su esperanza de un futuro juntos. Hanako absorvía la sinceridad y la ternura de aquel hombre. Un deseo nació en lo más profundo de su corazón: poder compartir sus fracasos y sus triunfos con él, sus tristezas y sus alegrías. De repente, sintió la necesidad de llegar más allá con él, físicamente, y abrió su boca inclinándose hacia la del samurái. Takeshi se inflamó de deseo y la tomó con todo su ser, mordisqueando sus labios, su lengua. Acarició su cuello de porcelana con delicadeza, absorviendo todo el aroma que sus poros le transmitían: flores, un jardín, limón, especias, todo se unía en un festín para sus sentidos. La apretó más contra su cuerpo y deslizó sus manos por el escote de su kimono atrapando sus pechos. La Flor gimió, la Flor revivió como la planta mustia y marchita a la que dan de beber después de mucho tiempo de espera, sintiendo que la han abandonado. Takeshi la tomó en sus brazos y la recostó sobre la paja, sin dejar de acariciarla, suavemente, deseando que si debía morir pronto, fuera en ese momento, entre los brazos de la concubina. La desnudó y la acarició sintiéndose su verdadero dueño y señor, deseándola como jamás deseó a nadie, a ninguna otra. Enterró su cara en su cuello y suspiró mientras se adentraba en su cuerpo. Gimió de placer y desesperación, no quería separarse de ella, jamás.
El samurái se agitaba en el interior de la mujer, embistiendo con sus caderas, apretándola más y más a él. La fuerza de un huracán, pensó, ésto es como estar en el corazón de un huracán, estrellarse contra la tormenta, como un guerrero deja a su espíritu que vuele en la más terrible de las tempestades, sólo que esta vez, existe un puerto seguro al que arribar.
Yo tengo el mío...Hanako.


SHIPPÛ  疾風 : Huracán.
JIGAI : Suicidio de las mujeres.
TANTÔ : Tercera espada del samurái, daga o espada muy corta.

Nota de la autora: Las mujeres nobles podían enfrentarse al suicidio por multitud de causas: para no caer en manos del enemigo, para seguir en la muerte a su marido o señor, al recibir la orden de suicidarse, etc. Técnicamente, el suicidio de una mujer no se considera haraquiri o seppuku, sino suicidio a secas (en japonés jigai). La principal diferencia con el haraquiri es que, en lugar de abrirse el abdomen, se practicaban un corte en el cuello, seccionándose la arteria carótida con una daga con hoja de doble filo llamada kaiken. Previamente, la mujer debía atarse con una cuerda los tobillos, muslos o rodillas, para no padecer la deshonra de morir con las piernas abiertas al caer.

Haikus:
Tan Taigi (1709-1771). Traducción de Antonio Cabezas.
"Bajo el volcán". Mercedes Pérez Collado -Kotori-. El Reflejo de Uzume.

Este relato es propiedad de su autora y está protegido.

domingo, 4 de julio de 2010

RAN. Capítulo XXIX. "KIOKU" 記憶. El Sonido de los Recuerdos



Usumono ni
So tôru tsuki no
Hadae kana

La luna cala Por mi ropa ligera
Hasta mi piel


El shogún se retiró a descansar unos momentos, necesitaba concentración para planificar el ataque y asalto a la casa de té. Mientras tanto, el general Nakamura vigilaba su sueño y la tranquilidad reinante le invitó a recordar tiempos lejanos...su mirada vagaba perdida en el infinito inmenso del valle pero veía ante sus ojos los cuerpos de dos niños jugando en una sucia callejuela de Kyoto, tan sucia como sus caras, cerca de palacio...
-¡Bara!, ¡me ganaste otra vez!, no hay quien pueda contigo en el juego de Go*, quedaré en ridículo una vez más,-rió uno de los pequeños.
-Nakamura Yoshimi, ¡ríndete!, ¡tienes mal aji!*
-Uff, Bara, siempre acabas atrapándome en el tablero, pero te aseguro que seré yo quién te atrapará en el juego de la vida...algún día,-Nakamura miraba a la pequeña con adoración.
-No seas tonto, Yoshimi, yo seré una mujer importante el día de mañana y tú serás...¿un simple soldado?,-la niña se acariciaba la frente, pensativa.-¿O un campesino?. Nuestros destinos se separarán, no te quepa duda.
El pequeño Nakamura la miró largamente y cerrando sus ojos le respondió:
-Nuestros destinos están unidos, así lo siento, y así lo comprenderás algún día. Ni en sueños podrás librarte de él porque los kami así me lo han confiado.

Nakamura sonrió ante los recuerdos agolpados en su memoria. Por esa razón le pidió al shogún que le otorgara el privilegio de enfrentarse a Bara, La Rosa de Kyoto, su rosa desde que era un niño mocoso que se entretenía en juegos con las espinas de la mujer más bella que conocía y que le había robado la razón. Hacía tanto tiempo que la buscaba...y, ahora, no tenía fuerzas para las consecuencias que el destino, y los kami, impusieron para ellos.

Hanako alcanzó la puerta de los establos, golpeándose contra ella en su loca carrera, sin poder frenar sus veloces pies ansiosos por huir. El obstáculo en su camino la hizo trastabillear y a punto estuvo de caerse si no hubiera asido su mano a las crines del caballo que se había apresurado a socorrerla en cuanto percibió su apuro.
-¡Kamikaze!, por los dioses, ¿qué haces tú aquí?. Ya entiendo, vienes en busca de tu dueño.-Miró al caballo intensamente, enojada-. Pues no sé dónde está ni me importa.
El caballo agitó la cabeza y resopló.
-¿No me crees?. Bien, pues te repito que poco me importa. Tú y yo nos vamos de aquí.
La concubina intentó subir a lomos del animal. Era muy alto, mucho para ella, tanto, que no lograría su objetivo si no buscaba antes un punto de apoyo sobre el que propulsarse hacia la silla. Pero por mucho que intentara dirigir al caballo hacia donde quería, éste no se dejaba, mordiéndole las mangas de sus ropas y tirando de la manta que la cubría.
-Pero, ¡basta Kamikaze!, ¿qué pretendes con...ohhhh?
La pregunta quedó en suspenso en el aire cuando cayó al suelo. Embarrada por el fango que se estaba creando por el aguacero, Hanako miró al animal furiosa. Kamikaze agitaba su cabeza, sus crines negras ondeando al viento parecían señalarle una dirección hacia la cual debían acudir. La mujer giraba la cabeza, observando, atrapando en sus ojos las señales que le mostraba el alazán. De pronto, detuvo su mirada justo donde Kamikaze se plantó firmemente, resoplando, abriendo sus fosas nasales y expirando el aire como si fueran suspiros formando nubes de aliento entre las gotas de lluvia. Un ventanuco, pequeño y sucio, abría paso al interior de los establos, y Hanako supo lo que el caballo quería transmitirle. Podía entrar por su pequeña abertura, pero, ¿qué interés tendría ese condenado animal por el interior de aquella cabaña que cobijaba a otros animales?.
La curiosidad pudo más que ella y se apoyó en unas rocas que se hallaban debajo de la abertura. Tomó impulso y consiguió agarrarse a la silla de Kamikaze y a un saliente del muro. Con extrema precaución, se alzó sobre el lomo del caballo y observó el interior. Sus ojos se cerraron para abarcar el perímetro de los establos y entonces lo vió...sus pies sintieron la agitación que se desataba en su interior y a punto estuvieron de hacerle perder el precario equilibrio en el que se hallaba. Consiguió estabilizarse sobre la silla y volvió sus ojos hacia la figura que la había trastornado. Takeshi estaba allí, atado de pies y manos a una columna de madera que hacía las veces de viga maestra. Su cabeza descansaba sobre su pecho como si durmiera. Maldita sea, no soportaba verlo en esas condiciones, debía estar deshecho y cansado, muy cansado. Los ojos se le inundaron de lágrimas y optó por entrar y liberarlo, olvidando a Bara y a las circunstancias que los habían llevado a esta situación.

Consiguió alzarse sobre las puntas de sus pequeños pies y afianzar sus manos en los recovecos que quedaban a la vista, allí donde el marco de la estrecha ventana se aferraba al muro. Se encogió para tomar impulso y de un salto abandonó la silla del caballo. Se sujetó con fuerza, temiendo caer y escuchó el relincho de aprobación de Kamikaze. Por todos los dioses, no sólo se dejaba dominar por un estúpido soldado, sino además por su montura, ¿es que no aprendería nunca?. Tras un largo suspiro, hizo acopio de todas sus fuerzas y se inclinó por la abertura, dejándose caer hacia el interior en penumbra.



Nakamura continuaba en trance, deleitándose en su ensoñación. La niña le tiraba ahora de sus negros cabellos y continuaba burlándose de él.
-Te digo, Yoshimi, que tú y yo no volveremos a encontrarnos, si mis planes se cumplen.-Rió como una mujer madura, muy lejos de serlo.
-Y yo te aseguro, mi rosa rebelde, que un día tú y yo caminaremos juntos.
La niña se partía de la risa pensando en lo ingenuo que podía llegar a ser su amigo. Poco podía comprender, entonces, que la única ingenua en ese momento era ella y sólo ella.
Nakamura sonrió y se enderezó, despertando de su sueño. Se dirigió a la tienda donde descansaba su señor para despertarlo, tras lo cual se dirigió hacia el pequeño claro donde reposaba su caballo y los de sus hombres, y los acarició uno por uno. Masshiroi, su montura, piafó complacido al sentir la llegada de su dueño.
-Amigo, ella está aquí. Pronto, muy pronto, estaremos frente al cumplimiento de nuestro destino y del suyo, aunque no lo quiera ni lo espere.
Caballo y hombre inclinaron sus cabezas hasta tocarse. Las mentes de uno y otro se fundieron en una sola y Nakamura sintió paz y tranquilidad, y el animal sintió la excitación del soldado por ver cumplidos sus deseos. La lluvia atronadora les acompañó con su sonido eterno de agua.

Hanako se lamentaba por el golpe sufrido tras la caída. Afortunadamente, la paja en el suelo amortiguó un poco el choque de su cuerpo contra el duro suelo. Se levantó ligeramente mareada y sus ojos se clavaron en la figura del samurái que parecía más muerto que vivo. Se aproximó al hombre lentamente, sin hacer ruido, temerosa de que su postura indicara otra cosa que no fuera abatimiento o cansancio. Cuando ya se encontraba a pocos centímetros de distancia, el samurái alzó la cabeza y la miró. Sus grandes ojos negros y rasgados suplicaron la liberación, pero sobre todo, le comunicaron la necesidad de comprensión sobre todo lo ocurrido. Hanako se sobresaltó y buscó algo con lo que cortar las ligaduras. Ya tendrían tiempo de hablar después.

Bara despertó de su profunda inconsciencia y sintió un dolor punzante en su cabeza. A pesar de ello, el recuerdo del sueño volvió con una fuerza inesperada que paralizó su corazón. Un soldado sobre un caballo negro y un soldado sobre un caballo blanco...la rosa marchita...y un significado oculto que, ahora, con la nueva luz del día debería descubrir. No obstante, algo, un recuerdo, un dejá vu, se abrió paso a través de sus sentidos aún dormidos. Dos niños...jugando al Go...hablando sobre el destino...
La tormenta se volvió más intensa, arrasando con su sonido sus pensamientos y sus recuerdos.


KIOKU 記憶 : Memoria (recuerdos).
*GO: Llamado IGO en japonés.
*AJI: Literalmente, “gusto”. Juego del Go. Se dice que una posición tiene “tiene mal aji” cuando existen amenazas latentes que el adversario puede aprovechar cuando se den las condiciones apropiadas. De ahí lo del mal sabor.
KAMI : Dioses shintoístas.
MASSHIROI : Color blanco puro.

Haiku:
Sugita Hisaku (1890-1946). Traducción de Fernando Rodríguez-Izquierdo.

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